viernes, 14 de abril de 2006

El diagnóstico y las causas

En una homilía del Cardenal Antonio Cañizares, Arzobispo de Toledo, Primado de España y Vicepresidente de la Conferencia Episcopal:

Todos somos conscientes de la situación delicada que vivimos. A nadie se le oculta el proyecto de sociedad, de cultura que se está llevando a la práctica en medio nuestro.(…) El laicismo, la quiebra de unos principios y criterios de juicio para el comportamiento moral de la sociedad, la erradicación de nuestras raíces cristianas, la configuración de un nuevo régimen, la preterición de una historia común compartida, los problemas doctrinales, la disidencia de sectores eclesiales es todo un conjunto que reclama el que nos pongamos al frente del rebaño como buenos pastores y defendamos, hasta con el sacrificio de nuestras personas, a ese rebaño que se nos ha confiado, y les proporcionemos los alimentos necesarios y los llevemos a las fuentes de agua viva que pueda saciar la sed de nuestras gentes, sobre todo de los jóvenes, los más necesitados

Si yo fuera católico tendría la misma preocupación. En cualquier época, los valores se entrelazan con las condiciones objetivas de vida y organizan la conducta a condición de ser convenientes. En la actualidad de la sociedad industrial avanzada, estos valores son seguidos en virtud, también, de su comodidad, lo que viene a chocar con el rigorismo moral de las grandes religiones. Además, sobre las tradicionales manifestaciones del poder recae siempre la sospecha escéptica, dudar si el representante del poder ideológico no es en realidad un cínico que abusa de su posición para contradecir en la práctica lo que pregona públicamente en un lenguaje a menudo oscuro o metafórico, inepto para satisfacer la necesidad de comprender, siquiera superficialmente, el porqué de las cosas.

Estas sospechas, estas dificultades, han hecho mella acusadamente en el catolicismo, acompañadas de ciertas demostradas conductas reprobables efectuadas por algunos de sus representantes más conspicuos.

Sabido esto, el discurso del Cardenal Cañizares no sólo ha acertado en el diagnóstico, sino que también, involuntariamente, ha exhibido un muestrario de las razones para esa desafección entre la Iglesia institucionalizada y quienes somos candidatos a constituir su grey: la arrogancia ética (como si el laicismo no supiera nada de esa cosa llamada moral, no fuera una opción moral); la defensa irrazonada de unas tradiciones cuyo máximo valor es el de generar una inercia a menudo indeseable; el aplastamiento del debate teológico interno, considerado como «problemas doctrinales» o «disidencia de sectores eclesiales»; el más que obsoleto lenguaje en el que se unen los alimentos espirituales regados con fuentes de agua viva o el abuso de la bella imagen del buen pastor…

Ni apruebo ni desapruebo, qué más da; sólo constato cómo se marchita y queda sin savia una iglesia de la que me siento cada vez más ajeno. Eso sí, cuando dentro de poco el Papa congregue en Valencia a unos cientos de miles de personas, nos resignaremos a observar pacientemente cómo durante unos días se crean la ilusión de que su árbol no pierde vida.

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